(Foto:Roberto Hernández Guerrero)

Gabriela Chávez

Son las nueve de la noche y una fila de voluntarios se entrelaza a lo largo de Gabriel Mancera esquina con el eje cinco sur, Eugenia, en el corazón de la Colonia del Valle.

Tres filas, dos de hombres y una de mujeres, tratan de acomodarse uno detrás de otro mientras quienes organizan la brigada de rescate verifican que todos porten casco y guantes, aunque no sean de carnaza, para ingresar a la llamada zona cero, la esquina de Edimburgo y Escocia, en donde el martes 19 de septiembre colapsó un edificio de siete pisos, tras el sismo de 7.1 grados que cimbró el centro del país.

“La espera va a ser larga, coman algo. ¿Pan? ¿Sandwiches? ¿Alguien gusta café?”, ofrece una vecina que recorre jarra en mano y con una mochila al hombro llena de comida, la fila de voluntarios ya impacientes por ingresar a relevar.

Los rostros, las edades y los estratos son diversos; sin embargo, predominan jóvenes de entre veinte y treinta años, a quienes por matemática no les tocó vivir el sismo de 1985.

De pronto la fila avanza.

Un grupo de veinte mujeres y otro de veinte hombres ingresa a la zona de desastre por Eugenia.

Poner un pie después de la valla de contingencia es como ingresar en una cápsula; la iluminación de las plantas móviles hace que por momentos se olvide que es de noche, el sentimiento de movilidad constante hace que todos los presentes se mantengan alerta, recibiendo y acatando instrucciones precisas para ayudar en las labores de rescate y remoción de escombros. Aquí pareciera que nadie se cansa.

Desde Eugenia y a lo largo de una cuadra, de la esquina de Edimburgo hasta Escocia se extienden las cadenas humanas de voluntarios. Los hombres cargan botes con escombro, varilla, loza, pedazos y madera de mano en mano hasta llegar a una pila de escombros donde una grúa comienza a levantarlos.

Una vez vacíos los botes, las mujeres los regresan de mano en mano hasta el derrumbe, en lo que parece una maquinaria perfectamente coordinada.

A la par, expertos rescatistas, ingenieros, arquitectos, brigadistas, policía y personal de la marina, se comunican por radio y corren del derrumbe hacia afuera y viceversa sacando el escombro más pesado en carretillas. Una a una llevan pedazos de casa de los habitantes del edificio de Edimburgo.

Trozos de muebles, alfombras y ropa, pasan frente a los ojos de los voluntarios.

“¡Va varilla! ¡Cuidado!”, advierten los militares y la gente abre paso.

Autoridades y voluntarios retiran escombros y objetos personales de quienes habitaban en este edificio en el corazón de la Del Valle. (Foto:Anylú Hinojosa-Peña)

Entre los escombros se distinguen también libros, discos de acetato, pedazos de lo que fue un sillón. Un par de militares empujan un refrigerador con la lámina desecha, que parece rasguñar el piso en su trayecto hasta la grúa que recoge los escombros.

Documentos personales y papeles encontrados son trasladados en cubetas por miembros de la brigada y personal de las autoridades, con lo que posteriormente tratarán de identificar a quienes habitaban el edificio derrumbado.

Magda, una de las voluntarias en la fila, cuenta que ha estado ayudando en las brigadas desde el primer día tras el sismo.

“Mi novio y yo estuvimos en la Condesa también, hasta hoy venimos aquí. Allá está más feo”, dice mientras toma un trago de suero, visiblemente cansada.

Esperanzas

Al pasar de las horas, la intensidad de las labores de rescate se hace intermitente. Las carretas de escombro y los botes llegan en oleajes, en el medio, hay momentos de silencio tenso en los que los presentes acatan la instrucción de no mover un dedo al ver el puño de los rescatistas arriba. Aunque duran poco, los silencios los respetan todos.

Al preguntarle a uno de los encargados de la brigada si hay personas entre los escombros asegura que sí; sin embargo, advierte que no puede precisar información sobre cuántos o si están o no con vida.

“En muchos lados ya quieren meter máquina, pero todavía hay gente”, comenta Magda en un breve descanso.

El jueves 21 de septiembre, Luis Felipe Puente, Coordinador Nacional de Protección Civil de la Secretaría de Gobernación, dijo a los medios de comunicación que no se utilizará maquinaria pesada para remover escombros a menos que exista la certeza de que no hay sobrevivientes en la zona.

Algunos miembros de la brigada recorren la fila de voluntarios dentro y la fila de los que afuera aún aguardan ingresar; buscan a alguien que se esté comunicando por mensaje con un sobreviviente del derrumbe.

“¿Alguien que se esté texteando con alguien que está en el edificio? ¡Pasen la voz!”, claman; sin embargo, nada se confirma.

Cerca de la una de la mañana, el pasar de las carretillas con escombros se hace más lento.

Los relevos esperan mientras avanza la noche. (Foto:Anylú Hinojosa-Peña)

La gente se abre paso para ingresar una nueva planta de luz y algunos relevos para los cansados. Entre los descansos los cafés, el pan, agua y chocolates no dejan de llegar para animar a quienes ayudan.

“Nadie se va a ofrecer a que lo releven”, advierte una de las organizadoras de la brigada.

Minutos después se pide que todos descansen mientras se ve ingresar a un grupo de topos y binomios caninos; los organizadores piden al grupo de voluntarios que salga ordenadamente para un relevo.

“Hay decenas que están allá afuera y llevan horas esperando entrar a ayudar. Todos queremos ayudar. Les pido salgan ordenadamente”, pide un brigadista en medio de las tres filas de voluntarios de alrededor de 100 personas cada una.

Los topos y perros entran y los voluntarios se relevan en medio de una lluvia que apremia cerca de las dos de mañana. Los que están por entrar reciben a los salientes de la zona cero entre aplausos, comida y agua.

El siguiente grupo saldrá cerca del amanecer; sin embargo, las filas de voluntarios no se vacían. La ayuda sigue llegando.